Reproducimos el interesantísimo artículo de la periodista Clara Blanchar publicado ayer día 25 de julio de 2016 en la edición de Cataluña de el diario El País.
Hay turistas, por su cuenta o en grupo. Bicis.
Segways y asimilados. Terrazas. Skaters. Vendedores del top manta. Perros en la
playa. Motos en las aceras. Y vecinos, claro. Por definición, el espacio
público es de todos y no es de nadie. Pero en Barcelona hay zonas donde el
conflicto es constante y en algunos momentos la calle da señales de saturación.
El debate es complejo. Hay expertos que hablan en términos cuantitativos, otros
cualitativos, mientras otros recuerdan que, por definición, la calle es
conflicto. Pero coinciden en dos cosas. Una: quien más espacio público consume
son los coches: el 60% en Barcelona. Y dos, gestionar es cuestión de valentía
política. El verano y la presión turística no hacen más que recrudecer el
conflicto.
Quien habla de espacio público en términos
cuantitativos es Naciones Unidas. El director de Investigación de la agencia
Habitat, Eduardo López Moreno, recuerda desde Nairobi que el espacio público
está perdiendo peso en las ciudades. La agencia considera “óptimo” que ocupe
entre el 30% y el 40% de las tramas urbanas, y de media en Europa supone el
19%. “La discusión se centra en cómo distribuir un espacio público marginal,
cuando debería ser cómo se rediseñan las ciudades y se aumenta”, conviene.
López Moreno se muestra partidario de “un equilibrio entre lo privado y lo
público, con liderazgo público, porque el planeamiento es un bien público”.
El arquitecto David Bravo, secretario del
Premio Europeo al Espacio Público del CCCB, discrepa del abordaje cuantitativo
en este debate. No es cuestión de cantidad, dice, y recuerda las urbanizaciones
modernas “con demasiado espacio público: sin actividad, inhóspito, inseguro y
difícil de mantener”. Bravo cree que en el caso de Barcelona el problema fue
“una apuesta revolucionaria por el espacio público como instrumento para
cohesionar que se ha pasado de frenada, hemos acabado vistiéndolo como un baño
de lujo”. Recuerda el eslogan Barcelona posa't guapa y lamenta “haber tratado a
la ciudad como una chica invitándola a lucir en vez de a ser lista: ha sido la
gran paradoja, que el esfuerzo colectivo, las inversiones, lo hemos regalado a
la industria turística y al mercado inmobiliario”. Porque cada vez que se
invierte dinero público los barrios sufren un proceso de gentrificación y se
expulsa a los vecinos y al comercio local, recuerda y cita el “urbicidio” del
Gótico, que ha perdido un 45% de población.
La receta de Bravo se basa en ir más allá de
las clásicas intervenciones de peatonalización y mejora de la movilidad (Enric
Granados, Born, Gràcia...) y trufar la ciudad, toda, de vivienda pública de
alquiler. Porque estos vecinos son inexpulsables. Y mientras hay vecinos, hay
vida cotidiana y ciudad. El arquitecto apuesta incluso por “crear la figura del
pequeño comercio de protección oficial”, con ayudas de la administración para
recuperar locales vacíos.
Eso en vistas al futuro. Pero y ahora mismo,
¿qué hacemos? Bravo pide “voluntad política y ritmo, porque el empuje es muy
fuerte. Medidas proporcionales a la guerra en la que estamos”. Y en la
ocupación del espacio público por parte de privados, como las terrazas,
entiende que es “un tema de proporción y de aplicar hardware, como intervenir
en los horarios”.
Desde la Asamblea de barrios por un turismo
sostenible (ABTS), Horacio Espeche, reivindica la alerta de hace años del
movimiento vecinal denunciando la marcha de vecinos de los barrios a causa del
turismo y “la sustitución de usos que ha provocado”. Comenzando por la vivienda
y acabando por el comercio o la vida cotidiana. “No hablamos en plan nostálgico
de petrificar, pero sí queremos barrios vitales con vecinos y planes de usos
para que no haya una tienda de alquiler de bicis cada diez metros”, explica.
Más recetas para Barcelona. La principal de
Enric Batlle, también arquitecto y presidente del Jurado del Premio Europeo del
Espacio Público, apuesta por “ampliar el espacio, los puntos de atención por el
Área Metropolitana” y “apoyarse en rutas en bici para dispersar a una parte de
los turistas”. También aboga por “aplicar la legislación o las ordenanzas y
hacerlas cumplir”. De iniciativa pública, de nuevo: “Tener un criterio político
claro y tirar millas”. Batlle mira a Copenhague, premiada por la calidad de su
espacio público, basado en buena parte en una red de carriles bici que tiene
incluso vías rápidas elevadas para ir de punto a punto.
El antropólogo Manuel Delgado, autor del
ensayo El espacio público como ideología es contundente al recordar que cuando
hablamos de espacio público hablamos de la calle, y que la calle es, por
definición, conflicto. Conflicto de usos: el clásico en un parque entre quien
tiene perro o tiene niños. “El espacio público no se puede saturar de gente,
porque es su naturaleza, cumple su misión de que sea de todo el mundo, quien
satura son los coches y quien menos sobra, los peatones”, dice, y distingue entre
“apropiación y posesión” del espacio público. “El espacio público no es una
categoría física, es política, tiene que ver con el derecho a utilizar un
espacio que es de todo el mundo y puede ser apropiado, usado, no poseído,
porque no es de nadie”. Cuando habla de posesión se refiere a la privatización.
Pagar por instalar una terraza: “Es la diferencia entre ser usuario o cliente
del espacio público”.
Delgado lamenta que, siendo propiedad de la
administración, “sería esperable que estuviera al servicio público, y la
administración arbitrara conflictos y lo mantuviera y regulara”. Pero en
Barcelona el espacio público se ha convertido “en la guarnición (en el sentido
militar, de vigilar; y en el sentido gastronómico, de acompañar) del escaparate
de las operaciones que se presumen urbanísticas y son inmobiliarias; es el
escaparate del producto que es Barcelona, y no se trata de hacerlo más justo,
sino de expulsar cualquier cosa que moleste”, dice.